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Xi’an: inicio y fin de la Ruta de la Seda

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Hace aproximadamente 2300 años, Alejandro Magno, uno de los grandes iconos de la Antigüedad, inició una conquista sin precedentes hacía el este sin un rumbo fijo y con la incertidumbre como única guía en el viaje. Durante meses cruzó tierras hasta que tras llegar a Egipto, inició su verdadera andadura oriental: llegaba a Mesopotamia y posteriormente a Persia. Varias batallas y kilómetros después, en el 331 a.C, llegó hasta el Valle del Indo, en la cordillera del Hindu Kush.

El imperio que había consolidado se extendía desde tierras de la actual India hasta Grecia ocupando toda Persia, Mesopotamia y la parte mediterránea de Egipto. La revolución tecnológica, cultural, ideológica, lingüística que esto suponía ya había prendido su mecha.

Años más tarde, sería China quién iniciaría su andadura exploratoria hacia el oeste, lo que finalmente acabaría llevando a la conexión entre el mundo occidental y el oriental. La revolución ya estaba en marcha.

A lo largo de los siglos posteriores, se fue creando poco a poco una red de senderos y caminos que unían pueblos y ciudades de Eurasia, haciendo de esta ruta el medio de comunicación idóneo para el intercambio comercial de productos manufacturados o primeras materias que para ambos mundos resultaban desconocidas.

Pero la importancia de la Ruta de la Seda -como posteriormente, en 1877, la bautizaría el geógrafo Ferdinand Richthofen en honor a la mercancía estrella-, no residía únicamente en el intercambio comercial. Más bien me atrevo a decir que esto fue sólo una anécdota del acontecimiento histórico que esta red de caminos supuso.

Por los caminos que unían Europa y Asia también viajaron religiones, ideologías, valores, morales, sentimientos y en definitiva todo tipo de expresión cultural posible generando un contacto interétnico e intercultural como probablemente jamás se haya visto. Por primera vez, grupos culturales, étnicos o lingüísticos vieron como sus identidades colectivas resultaban absolutamente diferentes e incomprensibles para otros grupos que vivían a miles de kilómetros de sus lugares natales.

Supongo que la vena de antropólogo se me escapa, pero sinceramente no me imagino un acontecimiento de tales características ni mucho menos todas las preguntas y dudas que debió generar en ese momento chocar con gentes tan dispares.

En el contexto de esta Ruta Humana euroasiática la importancia de Xi’an no era en absoluto casual: esta metrópoli de más de un millón de habitantes era una de las mayores ciudades del mundo conocido de la época. Por ello, y por su situación a caballo entre la China imperial, Asia Central, el norte prácticamente despoblado y el Subcontinente Indio, Xi’an se erigió como meta y punto de partida de esta Ruta fascinante.

Así pues, imaginad por un momento el ambiente políglota de un mercado de Xi’an a media mañana durante la época de las caravanas. Piel de gallina. De nuevo y tratando de no hacerme pesado, me hace creer que este fue sin duda el punto de inflexión más interesante en la historia de la humanidad.

Y de nuevo, imaginad las condiciones en que dichas caravanas llegaban o partían de Xi’an. Miles de kilómetros a través de desiertos, altos puertos de montaña, enormes ríos, temperaturas extremas, llanuras interminables… y un largo etcétera de peligros les esperaban por el camino. Eso sí que era viajar.

Pues en unas condiciones no muy distantes a las de los viejos caravaneros de la Ruta de la Seda llegué yo a Xi’an tras un infernal y agónico viaje en tren desde Beijing. Tanto fue así, que pasé mis tres primeros días en Xi’an en la cama, sólo saliendo a dar paseos cortos bajo un calor de 43ºC para ir a comprar frutas, agua y salir a comer a un puesto de fideos del que me hice habitual.

Tras recuperarme como pude –días después recaería en un estado de debilitamiento total- comencé a descubrir paulatinamente una ciudad con la que tenía cuentas pendientes. La gran mayoría de personas que visitan China por primera vez no dudan ni un solo momento en “acercarse” –la cercanía en China es un concepto casi inexistente- a Xi’an; razones no les faltan. No obstante, ni en mi primera ni en mi segunda visita al país puse un pie sobre la histórica ciudad. Es por ello, que a la tercera, finalmente hice lo que tenía que haber hecho mucho tiempo atrás.

Xi’an es otra urbe megalítica de las muchas que hay en China: sus calles están saturadas de tráfico, su cielo cubierto de una espesa neblina de porquería y sus callejones llenos de un estilo de vida que nada o poco tiene que ver con el de las grandes avenidas con McDonald’s o centros comerciales gigantescos.

Pasear por el barrio musulmán, y sobre todo alejarse de las calles más concurridas para adentrarse en un laberinto de estrechos pasajes es un placer para todos los sentidos. Esa es la esencia primera de Xi’an; probablemente lo más parecido a los tiempos de la Ruta de la Seda que hoy en día uno pueda encontrar.

Y comer… Pese a que mi estómago no estaba para grandes descubrimientos, la tentación de un  nuevo universo gastronómico hizo que no privase de nada. Cosa nueva que veía, cosa nueva que probaba. Poco tenía que ver Xi’an con la China que conocía. Además, sentía que eso era sólo el principio, el primer puesto fronterizo de un mundo totalmente desconocido que estaba por venir en los siguientes meses de viaje. La antesala de Asia Central ya me había encandilado; qué podía esperar de lo que viniera después…

En Xi’an, un gran número de la población forma parte del grupo étnico hui, cuya diferencia más sustancial se basa en la práctica del islam y todo un estilo de vida que dicha creencia conlleva.

A diferencia de otros grupos étnicos que viven en China, los hui son afortunadamente de los que menos se ha explotado su imagen para el circo del turismo. Grupos como los miao o los dong han sido tratados como verdaderos seres extraños y exóticos que como imanes, atraen a turistas –nacionales y extranjeros- casi al mismo ritmo que objetivos de cámaras relucientes. Y ya ni hablo de los tibetanos o los uigures, salvajemente reprimidos y en constante lucha por mantener viva su identidad ante la colonización humana e incluso cognitiva que la mayoría oficializada, los han, ejercen sobre ellos. Tristemente tendré que hablar de ello en un futuro artículo sobre la desbalijada Kashgar.

Pero no lo neguemos, uno de los principales motores de atracción de cualquiera que viaje a Xi’an es sin duda alguna el famoso Ejército de Terracota que en 1974 un campesino halló mientras cavaba en sus huertos –o eso dice la versión oficial de la que no quiero ni puedo fiarme al 100%-.

Uno de los emperadores chinos más importantes de todos los tiempos, considerado prácticamente el padre del Imperio, Qin Shu Huang, a parte de expandir el territorio y hacerlo prosperar de forma vertiginosa tuvo la delicadeza de miles de guerreros, caballos y carruajes hechos individualmente en terracota y enterrarlos junto a él. El temerario emperador le tenía pavor a la muerte y creyó que con ese ejército al lado, en el siguiente mundo estaría totalmente protegido.

En la actualidad ese ejército se encuentra a poco más de una hora en autobús desde Xi’an, es Patrimonio de la Humanidad, se encuentra englobado en una especie de parque/centro de atracciones/tiendas/restaurantes, cobra una entrada desorbitada para la visita y es un auténtico circo. Pintado así no suena muy bien, ¿verdad?

Tardé 7 días en tener suficiente humor –y suficiente prisa- como para decidir acercarme hasta el lugar en el que en la actualidad está en Centro en el que se puede ver una muestra de lo que se encontró a partir de 1974. No sabía porqué pero no me hacía ninguna ilusión especial…

No obstante, cuando llegué a verlos con mis propios ojos, tras traspasar ese circo-zoo-parque temático en el que se encuentran, aluciné. Sentía la historia bajo los pies; no me lo podía creer. Parecía imposible que se hubiera logrado hacer algo tan salvajemente bestial y que requiere una paciencia y dedicación tan extremas.

Cada una de las caras y vestidos de los centenares de guerreros que tenía frente a mi era sensiblemente distinta; cada una de las fosas (actualmente existen 3 visitables) escondía tesoros distintos a cada cuál más impactante.

Pero sin duda, no fue hasta llegar a la fosa nº1, la más grande, hasta que no acabé de ver que todo mi escepticismo se caía por los suelos. ¡Qué diablos, era impresionante! En fila, centenares de figuras casi idénticas se erguían solemnemente, como si supieran que haber aguantado tanto tiempo casi intactas les diera algún tipo de superioridad. La imagen habla por si sola.

Regresé a Xi’an y pasé algún día más deambulando sin rumbo por las calles que tan bien me habían acogido a lo largo de la semana y pico que había pasado allí.

No obstante, entre todos los días que había pasado en Beijing a la espera de los visados más los que había disfrutado en Xi’an, me era técnicamente imposible seguir camino terrestre hasta Kashgar, última parada en ese mes por China. Tuve que tomar la difícil decisión de tomar un par de aviones para llegar hasta allí si quería estar suficiente tiempo en esa mítica ciudad antes de cruzar a Kirguistán.

Fue con esa decisión que tomé un tren nocturno hasta Lanzhou, al noroeste de Xi’an. Allí tomé un avión hasta Urumqi, y tras pasar un día en esa curiosa ciudad y tener una de las experiencias más bizarras de mi vida en un lugar que ni siquiera sabía situar con precisión en el mapa, volé hasta Kashgar, donde llegué en un avión solitario bien temprano por la mañana viendo el amanecer en un paisaje que jamás podré describir como se merece.

Aquí el que escribe en el museo de la Gran Mezquita de Xi’an.

Me encontraba, al fin, en el corazón de la Ruta de la Seda, en Asia Central, un territorio desconocido para mi. Al salir del avión y ver como el Pamir, el Tian Shan e incluso en Hindu Kush me rodeaban a lo lejos no pude evitar sentirme un explorador en un mundo nuevo. A lo lejos, el adhan estridente de un minarete invitaba a los fieles a orar…

PD. Más fotos de Xi’an, como siempre, en su álbum de Flickr


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